Japón es un país que, históricamente, se levantó desde el suelo. Después de la Segunda Guerra Mundial quedó devastado, pero con una fuerza impresionante, sus ciudadanos reconstruyeron todo desde cero. Hoy es una potencia moderna, admirada por su tecnología, su eficiencia, su estética y su disciplina. Exportaron anime, manga y una forma de ver el mundo que fascinó a millones. Pero como toda historia de éxito, también tiene su lado oscuro.
Desde fuera, es fácil ver el anime o el manga solo como entretenimiento. Pero en Japón, estos formatos tienen un peso cultural enorme. El manga moderno surgió en la posguerra con figuras clave como Osamu Tezuka, considerado el “padre del manga”. Su obra Astro Boy (1952) marcó un antes y un después en la narrativa gráfica japonesa, con personajes de grandes ojos expresivos, inspirados directamente en las películas animadas de Disney. Así nació una estética visual donde lo infantil y tierno pasó a ser símbolo de belleza, emoción e incluso poder.
Esta visión evolucionó y dio paso a lo que hoy se conoce como “kawaii” (かわいい), una palabra que significa “tierno” o “adorable”, y que fue ganando terreno desde los años 70 como identidad visual y cultural. Personajes como Hello Kitty se volvieron íconos globales, y esa estética se integró a la vida cotidiana: desde útiles escolares hasta ropa, gestos, formas de hablar e incluso comportamientos sociales, especialmente en mujeres jóvenes.
Pero con el tiempo, esta ternura visual comenzó a mezclarse con elementos sexuales. Y es ahí donde las alarmas empiezan a sonar. Porque lo que antes era solo dulzura y nostalgia, empezó a combinarse con fetiches adultos, generando una especie de erotización de lo infantil. Y todo eso, que puede sonar abstracto, se vuelve muy real cuando caminas por las calles de Tokio.
Tokio, como capital, encarna esa dualidad. Hay cosas que me encantaron: lo limpio que está todo, la seguridad en las calles, la puntualidad del transporte público. Pero al mismo tiempo, sentí algo que me incomodó profundamente. Una especie de frialdad generalizada, una distancia que cuesta explicar. Aunque puede sonar contradictorio, tuve la sensación de que este país, que recibe más de 20 millones de turistas al año, en realidad no quiere verlos. Como si el turismo fuera necesario, pero no bienvenido. Una tolerancia forzada, más que una hospitalidad genuina.
Y lo más fuerte fue darme cuenta de ciertos aspectos de la cultura del entretenimiento que me resultaron directamente perturbadores. Por ejemplo, los maid cafés. Son locales donde chicas jóvenes —vestidas como sirvientas de fantasía sacadas del anime— atienden a hombres adultos, los llaman “amo”, les cantan, hacen coreografías y los rodean de una estética infantilizada. La propuesta gira en torno a una ternura que, en realidad, es profundamente sexualizada.
También están los Kyabakura, clubes donde chicas jóvenes, muchas con apariencia de colegialas, se sientan a beber con hombres adultos, conversan y coquetean por dinero pero sin contacto alguno. Más que la existencia de estos lugares, lo que me inquietó fue la naturalización con que todo esto se muestra publicitado en pantallas gigantes, en la calle, sin pudor alguno.
Y no es que me haya chocado por ser extranjera o por un tema cultural. Lo que me parece inaceptable es esa atracción hacia figuras infantilizadas. No estamos hablando de erotismo entre adultos, sino de una romantización de lo pedófilo, camuflada bajo lo “kawaii”.
Y este tipo de evasión —porque al final es eso: evasión— me hizo pensar en algo más grande. Japón es una sociedad que vive con niveles altísimos de exigencia, donde el éxito es casi una obligación. Donde se trabaja hasta la extenuación y donde muchos tienen pocas o nulas relaciones personales. El contacto humano se vuelve un lujo. Quizás por eso existen cafés de perritos o locales donde alguien te habla con ternura a cambio de yenes. Esa necesidad de afecto que no se permite en lo cotidiano, se compra durante la tarde noche.
Las cifras son duras: en 2022, 21.881 personas se suicidaron en Japón, según datos del Ministerio de Salud, Trabajo y Bienestar, basados en estadísticas de la Agencia Nacional de Policía (fuente: nippon.com). Aunque ha habido una disminución respecto a décadas anteriores, sigue siendo una de las tasas más altas entre las naciones desarrolladas. Más grave aún, el suicidio es la principal causa de muerte entre jóvenes de 15 a 39 años. Y según encuestas nacionales, uno de cada tres japoneses afirma sentirse solo o emocionalmente desconectado. La depresión, aunque extendida, sigue siendo un tema silenciado. Y esa soledad, aunque no se diga, se ve. Se ve en los trenes, en los departamentos diminutos, en la mirada baja de quienes caminan a diario entre millones.
Podemos admirar la tecnología, el orden, la eficiencia. Pero, ¿de qué sirve todo eso si detrás hay una sociedad fracturada emocionalmente? Tokio es una ciudad fascinante, sí, pero también es una ciudad que grita en silencio. No se trata solo de probar sushi o cruzar calles con pantallas gigantes. Se trata de mirar con atención y entender que incluso la sociedad más avanzada puede fallar donde más importa: en lo humano.
Japón no necesita más turistas fascinados; necesita menos ciudadanos solos.