Manila: la capital de Filipinas que no oculta sus heridas.

Manila: la capital de Filipinas que no oculta sus heridas.

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Una ciudad donde el pasado pesa, y el presente resiste.

Antes de sumergirme en lo que viví, vale la pena detenerse un momento en la historia de Manila. Fundada oficialmente por los españoles en 1571, la ciudad fue durante siglos una joya estratégica para el comercio colonial, conectando Asia con América a través del Galeón de Manila. Pero ese brillo fue siempre prestado: lo que se construía, se hacía para el imperio, no para los filipinos.

Durante más de dos siglos, Filipinas fue pieza clave del comercio transoceánico a través del llamado Galeón de Manila, una ruta que conectaba Manila con Acapulco, en el virreinato de Nueva España (actual México). Desde allí salían barcos cargados de porcelana, especias y seda, que luego regresaban con plata, textiles y productos europeos. Todo ese intercambio enriquecía a España y a la élite criolla mexicana, mientras que Filipinas quedaba relegada a un rol logístico, sin voz ni beneficio real. [Fuente: Encyclopedia Britannica – https://www.britannica.com/topic/Manila-Galleon]

Luego vino Estados Unidos. Tras la guerra hispano-estadounidense de 1898, España «vendió» Filipinas a EE.UU. por 20 millones de dólares, en el marco del Tratado de París. Comenzó así otra etapa de ocupación, en la que se impuso el inglés, un nuevo sistema educativo y una mentalidad fuertemente americanizada. [Fuente: U.S. Department of State – https://history.state.gov/milestones/1899-1913/war]

Pero con la Segunda Guerra Mundial, todo se volvió a oscurecer. En 1942, Japón invadió Filipinas. La ocupación fue brutal: se cometieron violaciones masivas a los derechos humanos, asesinatos y represión contra la población civil. Y cuando Estados Unidos regresó en 1945 para «liberar» Manila, lo hizo con tal fuerza militar que arrasó la ciudad entera en una de las batallas urbanas más cruentas de la historia moderna. La cifra de muertos civiles supera los 100.000. Manila fue convertida en escombros.

Por eso Manila es lo que es: una ciudad que fue botín, campo de batalla y víctima. Una capital herida por siglos de abusos externos, que aún intenta recomponerse entre contradicciones.

Y es importante entender que Manila, como capital, no está aislada. Filipinas es un país insular compuesto por más de 7.000 islas, ubicado entre el mar de China Meridional y el Océano Pacífico. Su geografía lo convierte en un cruce de culturas, pero también en un lugar vulnerable: a los colonizadores, a los tifones, a la inestabilidad.

Manila es una capital política, económica y cultural. Pero a diferencia de otras capitales asiáticas que deslumbran con modernidad, aquí el contraste golpea: altos edificios frente a casas improvisadas, autos de lujo esquivando baches, y una pobreza visible, sin filtros. Es un lugar donde el lujo y la carencia conviven pared con pared.

Recorrer sus calles fue para mí una experiencia intensa. Una mezcla de asombro, incomodidad y tristeza. Tomé un tour en la ciudad y lo que parecía una jornada cultural se transformó en una escena que no voy a olvidar: un policía deteniendo el vehículo, pidiendo papeles en regla solo como excusa para exigir dinero. Todo encubierto bajo una fachada de legalidad vacía. Un acto de corrupción tan naturalizado, tan cotidiano, que dolía más por la resignación que por el hecho.

Filipinas ha sido saqueada, silenciada y manipulada por potencias extranjeras. Estados Unidos, durante su ocupación, impuso su idioma, su modelo, su poder… y luego se fue, dejando una sociedad desorientada, rota, con una reverencia al extranjero que llega a ser incómoda. Una herida abierta que todavía sangra.

En Intramuros, el barrio amurallado, aún quedan rastros del dominio español. Pero no solo es el legado colonial el que pesa. También lo hace la Segunda Guerra Mundial, que destruyó no solo edificios, sino una identidad que hoy sobrevive entre ruinas y contradicciones.

Y sin embargo, lo que más me impactó fue la honestidad de Manila. No pretende ser otra cosa. No disfraza su pasado ni su presente. Es lo que es: una ciudad herida, resistente, que carga sobre sus hombros el peso de una historia cruel, pero real.

Filipinas no tiene la culpa. Y aunque a ratos duele, su transparencia conmueve.

Pero no todo es oscuridad. Filipinas también es belleza. Esas mismas calles que muestran heridas también están llenas de vida. Las islas, playas como El Nido o Siargao, sus arrozales en terrazas, sus volcanes dormidos y su biodiversidad convierten al país en un destino natural desbordante. Y su gente, cálida, amable, siempre con una sonrisa, te hace sentir que, a pesar de todo, hay esperanza.

Viajar es, en muchos sentidos, un acto político. Cuando viajamos no solo admiramos paisajes, también nos enfrentamos a realidades distintas, a historias que no están en nuestros libros escolares, a verdades que desafían nuestros privilegios.

Mientras más se conoce el mundo, más nos damos cuenta de lo poco que sabemos de él. Nos cuesta entender su complejidad, su desigualdad, sus miradas diversas. Cuanto más viajas, más entiendes que el mundo es, en su mayoría, pobre. Que somos pocos los privilegiados que tuvimos acceso a la educación, a movernos libremente, a cuestionar.

Y eso no puede dársenos por sentado. Porque la educación es poder. Es revolución. Es rebelión. Es independencia moral y ética. Y cuestionar, pensar críticamente, nos hace mejores humanos.

Viajar no solo transforma nuestro mapa del mundo.
Nos transforma a nosotros.
Y a veces, también nos revela que hay países —como Filipinas— que, a pesar de haber sido despojados, saqueados y maltratados por siglos, siguen de pie.
Con dignidad, con memoria, con una fuerza callada que resiste.


Filipinas es también eso: una lección viva de perseverancia y resiliencia.