Desde que descubrí la beca para estudiar en Indonesia allá por 2020, soñar con esta ciudad se volvió mi obsesión. Lamentablemente, el COVID se llevó esa oportunidad, pero no mi ilusión: durante 2019 y 2020 me dediqué a aprender Bahasa Indonesia para empaparme de su cultura y, por fin, ese anhelo se hizo realidad.
Más de 200 millones de personas hablan Bahasa Indonesia —literalmente “lengua de los indonesios”— un idioma diseñado tras la independencia para unificar a la enorme diversidad lingüística del archipiélago: cientos de dialectos y lenguas locales encontraron en este idioma común un puente de entendimiento y pertenencia. Cada vez que alguien me decía “Selamat pagi” (buenos días), sentía no solo un saludo, sino el eco de esa unidad nacional: selamat significa “feliz” o “seguro”, y pagi “amanecer”, como un deseo de que cada mañana nazca con esperanza.
Y al pisar tierra firme, comprobé que no había soñado: el calor y la humedad me envolvieron como un abrazo tropical. Pero al instante, el servicio cálido de la gente me hizo sentir bienvenida: cada selamat pagi venía acompañado de una sonrisa franca, y entender esa frase fue mi primer triunfo lingüístico. Era gracioso que, cuando me lanzaba con mi bahasa estudiado, muchos me respondieran en inglés, creando una dualidad que convertía cada intercambio en un juego divertido.
En medio de ese abrazo, descubrí la banda sonora de la ciudad: los bocinazos de auto cantan su propia sinfonía, los tuk-tuk danzan entre charcos y vendedores ambulantes ofrecen satay recién asado en mil dialectos. Caminando sin rumbo por Kota Tua, el antiguo casco colonial, cada ladrillo amarillo susurraba historias neerlandesas junto a los cafés hipster donde servían kopi tubruk —un café fuerte y turbio— y kopi luwak, el legendario “café de civeta” que se elabora tras pasar los granos por el tracto digestivo de este pequeño mamífero. Después de recolectar, lavar y tostar, el resultado es una taza suave con matices terrosos y un dulzor afrutado: un verdadero tesoro gastronómico que desliza por la garganta como terciopelo.
Tras callejear entre aromas y sabores, me interné en el corazón de la ciudad y me topé con la imagen más elocuente de la tolerancia: frente a la imponente Catedral de Nuestra Señora de la Asunción, a escasos metros, se levantaba la Gran Mezquita Istiqlal. Esta convivencia arquitectónica —una iglesia católica y una mezquita musulmana compartiendo espacio— refleja la armonía religiosa de Indonesia. Además, el clima caluroso y húmedo habla de la personalidad de sus habitantes: cálida, resistente y acogedora, tal como hemos visto en otros viajes donde el entorno moldea el carácter local.
Buscando un contraste con el casco antiguo, crucé la autopista Jl. Jend. Sudirman rumbo al moderno distrito SCBD. Rascacielos de vidrio reflejaban nubes perezosas mientras oficinistas salían con bolsas de plástico repletas de nasi padang (arroz con múltiples guarniciones). Elegí rendang de ternera —tierno, cremoso, con un leve toque de coco— y comprendí que aquí la comida es un ritual para el alma.
Tras un día de exploración cultural, descubrí que Indonesia es mayoritariamente musulmana —exceptuando Bali— y el alcohol solo aparece en ciertos rincones. Esto convirtió mis salidas nocturnas en paseos por cafés y restaurantes con luces tenues, en lugar de bares o discotecas. Esa característica me pareció divertida y muy entretenida: charlar hasta la madrugada con un mocktail de frutas locales o un espresso bajo el parpadeo de neones.
Entre un warung y otro, mi curiosidad me llevó a informarme sobre Nusantara, la nueva capital planificada en la isla de Borneo. Jakarta se hunde poco a poco bajo el peso del agua y las inundaciones son cada vez más frecuentes. El gobierno ya prepara el traslado: un recordatorio de que esta metrópolis, por más caótica y vibrante que sea, necesita renovarse para sobrevivir.
Al caer la noche, regresé por Jalan Jaksa —la famosa calle mochilera— donde guitarristas entonaban baladas locales bajo neones multicolor. Me senté en un warung (pequeño puesto callejero), pedí un teh tubruk (“té triturado”, té negro caliente que se prepara directamente en la taza) y dejé que la ciudad se desplegara ante mis sentidos.
Indonesia es reconocida mundialmente por sus paradisíacas playas, desde Bali hasta Lombok, pero yo soy de alma urbana: me apasiona aprender de lo local y de las personas. En Yakarta sentí que la ciudad se dejaba mostrar sin reservas, como una ventana abierta a todo, y eso se agradece.
Muchos visitantes pasan de largo la metrópolis en busca de balnearios, pero creo firmemente que no hay mejor forma de conocer un país que compartiendo con sus habitantes. En un tour por la ciudad, al llegar nuevamente a la mezquita Istiqlal, mi guía me preguntó con respeto si deseaba unirme a la oración mientras yo disfrutaba mi almuerzo. Acepté encantada: fue un gesto maravilloso que permitió intercambiar opiniones fascinantes sobre fe, cultura y vida cotidiana.
Después de años de ilusión en Santiago de Chile —desde aquella Maca soñadora que participaba en actividades de la embajada indonesia y atesoraba cada invitación con devoción— por fin nos conocimos cara a cara. Indonesia me recibió con su caos amable y su abrazo monzónico, y yo me enamoré una y otra vez de lo que había llegado a ser. Aquí, donde cada palabra en bahasa unifica islas enteras y cada selamat pagi abre un mundo de posibilidades, entendí que los sueños alimentados con paciencia florecen en el momento justo.
Jakarta no solo late, sino que se eleva como un canto indómito de lluvias, bocinazos y sonrisas compartidas: un poema que invita a todo viajero a perderse y, al mismo tiempo, encontrarse en el corazón mismo del Sudeste Asiático.